domingo, 17 de julio de 2011

Sinopsis de mi libro "Las decisiones finales"


Sinopsis



Beti Roldán, es una persona ambigua de 53 años, afincada en un pueblecito de la costa del Sol. Se desplaza a Madrid por dos días, para hacer entrega de un manuscrito con sus memorias a su pariente y amigo, el famoso escritor Raúl da Silva.
Allí, dando un paseo por la urbanización, por los alrededores del cha de Raúl, sola, y a medianoche, es testigo de un asesinato. Decide no involucrarse directamente, pero si aportar a la policía de forma anónima, las pruebas que se hallan en su poder, para lo cual recibe ayuda del escritor.
Raúl, creyendo conocer sus vicisitudes por haber sido su pañuelo de lágrimas en los años 70 allá en Río de Janeiro, cuando Beto, era un joven apuesto de unos 17 años y Raúl contaba con quince más, descubre tras las primeras ginas de la lectura que conoce poco de la vida Beti e ignorando muchas otras cosas de su pasado como Beto. (A la edad de quince años, ver morir a su primer amor de manos de su padre. Su vida como chapero. Y hasta su llegada a Brasil que es cuando se conocen).
Beti de regreso a su ciudad donde vive, descubre que su novio ha conocido a otra persona y le está siendo infiel, durante una conversación deja claro que no quiere seguir esa relación. Decide emprender un viaje a Venecia.
Mientras ella hace los preparativos del viaje, encontrándose con la incomodidad de no saber con quién dejar a su perro Igloo, pastor alemán de s de 50 kilos de peso.
Raquel, que es la muchacha que la ayuda en la casa y con el perro, a raíz de la muerte de su compañera de piso. Decide hacer una visita a su prima Elena, para comunicarle que durante un corto periodo de tiempo, va a estar sola y prácticamente de vacaciones, porque para quien trabaja se va de viaje a Venecia. Elena al escuchar el nombre de la ciudad, le pide a su prima que la ponga en contacto con Beti, explicándole que unas amigas han desaparecido y quizás ella pueda hacer el favor de ayudar, ya que tanto Elena como los familiares de las desaparecidas, se encuentran muy preocupados.
Un viaje que pensaba Beti, sería de placer y de descanso, se ve envuelta en una aventura para localizar a unas muchachas desaparecidas.
Pensando que iba a investigar ella sola, en el último momento se le une Elena en el viaje.
Juntas llegan a Venecia, sin tener muchas ideas de por nde comenzar, y conociendo tan solo el nombre del hotel donde se alojaron.

Primeras páginas de mi libro

LAS
DECISIONES
FINALES


¡JOSÉ LUIS, NO LO HAGAS, NO! ¿NO VES QUE ES TU HIJO?
Se despertó sobresaltada, temerosa, en posición fetal y sintiendo miedo. Su subconsciente le jugaba una mala pasada desde hacía un año. Tenía la misma pesadilla noche tras noche.
Los recuerdos habían aflorado desde que empezó a escribir sus memorias, y las malas experiencias vividas en la infancia y adolescencia, se hacían presentes en sus sueños.
Salió al porche y se sentó en la mecedora. Fue lo único que se trajo de Uruguay cuando se afincó en Europa. La abuela, Doña Marcela, se la había dado a su hija. Estaba muy gastada y descolorida por el uso, no la quería restaurar, ni siquiera barnizar. Su hermana mayor Claudia no la quiso.
Era una hermosa mañana de primavera, los rayos del sol acariciaban su rostro, que parecía insensible al paso de los años.
Al mecerse en esa antigüedad se sentía como protegida por el cariño de su abuela, que supo tan bien comprender y calmar su mente sensible y atormentada.
Beti Roldán da Silva, con cincuenta y tres años cumplidos, de espíritu juvenil a pesar de las vicisitudes pasadas a lo largo de su vida, estaba en forma, aunque en ocasiones acusaba su edad. Siempre había tenido pánico a envejecer, cuidaba mucho su aspecto. Alta, de complexión delgada y muy femenina, llevaba una melena larga de color azabache que empezaba a teñirse por las sienes, su rostro no reflejaba su edad y le gustaba presumir que era más joven de lo que aparentaba. De ojos grandes color miel, que según la luz, tornaban verdosos o marrones, pómulos salientes y boca carnosa. Era consciente que por donde pasaba, llamaba la atención.
Su perro, un pastor alemán de apenas tres años y más de cincuenta kilos, no se separaba de ella. Era la hora habitual de su primera salida.
Cuando terminó su café, se puso un vaquero, una blusa gris y se recogió el pelo. A su vuelta se arreglaría. Su vuelo no salía hasta las doce del mediodía. Tenía tiempo.
El paseo con Igloo no fue muy largo, no duró más de veinte minutos. De vuelta, arregló un poco la casa, quería estar lista antes de las nueve y media.
Hoy, miércoles nueve de junio, era el día que tenía que entregar el manuscrito que le había prometido hacía un año al primo de su madre, Raúl da Silva Hernández. Mal llamado así, ya que había sido transcrito por el procesador de texto de su ordenador.
El encuentro se haría en Madrid en la casa de Raúl. Estaría allí algo más de cuarenta y ocho horas, el viernes por la tarde regresaría.
Hacía ya una semana que habló por última vez con él, antes de sacar su billete. En esa conversación le comentó que estaba muy ocupado con su última novela y que no podría atenderla como se merecía. Que si prefería le enviase el manuscrito por correo o por e-mail y que se ahorrase el viaje. Pero ella quería entregarlo en persona, aun sabiendo que hablarían poco. Aunque estuvieran entre las mismas cuatro paredes, estarían poco tiempo juntos. Él se encontraba en un momento muy crítico de la novela, llevaba unos días bloqueado y no conseguía un final que le pareciese aceptable. Aun conociendo su estado de ánimo, prefirió ir, dos días se pasaban pronto y así cambiaba de aires.
Hacía quince años que se reencontraron en Barcelona, donde ambos vivían. Un año después, Beti se trasladó a vivir a Madrid y con posterioridad se desplazó a la Costa del Sol, donde decidió establecerse. Hacía años que estaba embrujada por Andalucía.
Desde entonces, mantenían el contacto a través del correo electrónico, del teléfono y esporádicos encuentros, especialmente cuando Raúl viajaba a Málaga.
En esos acercamientos, él insistía en que debería escribir sus memorias. Ella dudaba en hacerlo, pero por fin la había convencido.
Periodista y escritor de prestigio, había sido galardonado en importantes certámenes literarios, tanto en España como en Sudamérica. Se habían conocido en Río de Janeiro, cuando él era un chico joven y atractivo de unos diecisiete años, Raúl contaba con quince más. A quien llamaba primo desde sus primeros encuentros.
Doña Marcela era la mayor de tres hermanos y Roberto, el padre de Raúl, el menor, con una diferencia de edad de casi diez años.
Roberto da Silva, se fue de su casa a la edad de dieciséis años, quiso probar fortuna en Argentina, allí se casó con la que sería su madre, Malena Hernández.
Raúl nació en el seno de una familia disgregada. No fue un hijo deseado, sus padres no se llevaban bien, fue el quinto vástago y todos varones.
Por eso, en edad, estaba entre Beti y su prima Robertina, la madre de ella.
Hombre apuesto, de elevada estatura. Se cuidaba físicamente corriendo diez kilómetros a diario.
Ella lo recordaba con barba recortada y canosa que lo hacía muy atractivo.
Conocía parte de su vida. Había sido su paño de lágrimas y sabía lo que había sufrido para llegar hasta donde estaba en estos momentos.
La última vez que se vieron fue en el entierro de su mujer María, que falleció en accidente de tráfico, hacía algo más de tres años.
Cuando Raúl escribía, le gustaba estar aislado, tenía una casa en el pueblo de El Berrueco, en la sierra norte de Madrid. Para no ser molestado no había instalado teléfono, sólo mantenía la línea para conectarse a internet y se comunicaba por el móvil, cuyo número no lo tenían muchas personas, sólo los más allegados. De esa manera encontraba la paz que necesitaba. En esos momentos estaba terminando su última novela.
En esta ocasión, ella se iba a desplazar a Madrid. Le iba a ceder un documento impreso con el que podría exponer toda su vida a curiosos. Aun pensando que no tenía ningún interés. Tampoco temía lo que pudieran pensar de su pasado, creía haber obrado siempre con honestidad.
Raquel, ayudaba a Beti en la casa. Hoy no llegaría antes de las diez, así que no se verían. Era una joven de veinticinco años, agradable y muy cumplidora. La había contratado tras la muerte de su compañera de piso, Mercedes. Se llevaba muy bien con Igloo y se quedaría esos dos días a su cuidado.
Miró su reloj, eran las nueve en punto. Cogió de la mesa del despacho un sobre con la copia del manuscrito junto con un CD. El original estaba en el disco duro de su ordenador, se llevaría el portátil.
Raúl le había pedido ambas cosas, primero quería leerlo en papel, para luego hacer las correcciones desde su ordenador.
Se vistió con un traje azul turquesa, la ligera brisa hacía resaltar sus curvas, a pesar de su edad, se hacía desear.
Salió de casa y arrancó su descapotable, lo dejaría en el aparcamiento del aeropuerto.

Cuando llegó, se dirigió al mostrador y recogió su billete electrónico, no facturó equipaje, sólo llevaba una maleta pequeña y el portátil. Esperaba que la temperatura en Madrid, no fuera muy fría.
Pasó el control con tiempo suficiente antes de embarcar. Dio un paseo por las tiendas. En un escaparate vio una grabadora de voz que le gustó por su tamaño y la utilidad que podría darle. No creía tener Alzheimer, pero desde hacía un tiempo, se le olvidaban algunas cosas importantes, también las menudas. Entró, un joven muy agradable la atendió, le mostró el artículo que había pedido y le empezó a enseñar con una guía rápida el manejo de la grabadora, el dependiente se dio cuenta de que le costaría hacerse con el uso. Tras la explicación, la dejó preparada de forma que al detectar la voz se activara automáticamente. La guardó en uno de los compartimentos del maletín del portátil, en Madrid la probaría y aprendería su manejo.
Su vuelo no llevaba retraso, embarcaron y a las doce en punto despegaron.
Antes de la una del mediodía, tomaba tierra su avión en el aeropuerto de Madrid. Raúl la esperaba en la salida de pasajeros.
Cuando se vieron, el recibimiento fue muy efusivo. Raúl notó enseguida, que había cambiado desde la última vez que se vieron; estaba más radiante, se la veía muy feliz. Ella procuraba ocultar a los ojos de los demás sus pesadillas.
Durante el trayecto a casa, él le comentaba: –Cuéntame algo de ti. Dime lo que has hecho en este año, aparte de escribir. Se te ve imponente. Bueno…, ya vale de tantas preguntas y piropos. Contéstame algo, no me dejes en ascuas.
–Gracias por el piropo, Raúl. Como sabes ahora hace unos ocho meses murió mi compañera de piso, en circunstancias extrañas. Quién llevó la investigación y yo empezamos a intimar. Es lo más maravilloso que me ha pasado en este año. ¿A Mercedes la llegaste a tratar, verdad?
–No, hemos hablado de ella, pero no llegué a conocerla. ¿Se llegó a descubrir a los culpables?
–Sí, ya lo explico todo en mis memorias, hay un episodio dedicado al caso, como podrás leer, no omito ningún detalle de mi vida, incluso tú estás en ellas.
–No me digas que estoy incluido.
–Sí, claro, tú y nuestros encuentros en Río, no los puedo dejar pasar, aunque cuando los leas prefieras omitirlo, tú eres el escritor.
–Beti, voy a leer tus memorias e intentar transcribirlas a un libro, pero no pretendo cambiar tus vivencias.
Ella no quiso seguir hablando del tema, se mantuvo en silencio dejando conducir a Raúl, y dirigiendo su mirada hacia el exterior a través de la ventanilla, y observando desde allí un paisaje rocoso que rezumaba verdor y llanto de río. La bajó y aspiró el frescor de la sierra, le vinieron a la mente los llanos verdes por las abundantes lluvias invernales que dejó atrás en su tierra natal Uruguay. Entonces girándose le dijo: – Estos parajes no los encuentras por Andalucía.
–Claro que no, Madrid está bastante más alto sobre el nivel del mar, y el clima es más frío y algo más lluvioso que en el sur.
El viaje en coche de los casi sesenta kilómetros que distaba su casa del aeropuerto, duró algo más de una hora. Desde el accidente de tráfico en el que falleció su esposa, a Raúl le gustaba conducir despacio.
En casa, le mostró la habitación que iba a ocupar, dejó su maleta y sobre una mesa, el portátil.
Le preguntó qué le apetecía beber antes de comer.
–Un Campari con soda y hielo, por favor, estoy sedienta -le pidió ella. Se fue a la cocina a preparar las bebidas.
No tenía que deshacer maletas y quiso dar una vuelta, era su primera visita al chalé.
La puerta de su habitación estaba próxima a la escalera, la subió. Desde el último peldaño apreció un pasillo ancho, distribuidor de cinco habitaciones. A la derecha un dormitorio, era la habitación de Raúl, con baño en suite, un balcón que daba al jardín, a los chalés colindantes y vistas panorámicas, a las espaldas de la sierra de La Cabrera justo enfrente del embalse del Atazar. Éste ocupaba una gran extensión del terreno y se apreciaban numerosos arroyos que confluían. Terreno pedregoso que daba origen al término de «El Berrueco», «peñasco rocoso». Inhaló y expelió el aire varias veces por la nariz, hasta que sus pulmones se oxigenaron del aire puro que en la sierra se respiraba, quedó extasiada por el lugar. Retrocedió muy despacio hasta salir de nuevo al corredor. Las cuatro restantes habitaciones tenían las puertas cerradas, al frente, una habitación para invitados junto a otra que era un baño, al lado del dormitorio, estaría la guardarropía por la proximidad, ya que no había visto ningún armario en la alcoba. La última puerta al fondo del pasillo, estaba entornada, se asomó, vio un despacho, con una mesa de escritorio en donde se vislumbraba un ordenador, no entró, volvió sobre sus pasos y bajó la escalera.
Desembocó de nuevo en la planta baja, donde aparte de la cocina, un baño y la habitación que ocupaba. La amplia sala se dividía en dos ambientes, uno hacía de salón, con dos sofás, una mesa baja ovalada y chimenea, el resto era el comedor, una gran mesa en madera fina con terminación laqueada y vidrios biselados, para doce comensales, arropada por doce sillas de estilo clásico. Entraba mucha luz desde un muro acristalado, con una puerta lateral que daba al jardín y a un porche amplio y techado, donde había otra mesa algo más pequeña, para ocho comensales y preparada para dos, Raúl había decidido comer ahí. Rodeada con sillas de enea, que soportaban un cojín para que fuesen más confortables.
El día era tan caluroso como el que había dejado en Málaga. Le apetecía darse un baño en la piscina, no había traído el bikini, pensó que no sería prudente hacerlo desnuda, se contuvo y estando en ese pensamiento, llegó él con las bebidas en las manos; el Campari y una cerveza. –Siéntate y dime. ¿A qué hora quieres comer?
–Tienes una casa muy bien decorada, mientras preparabas las bebidas he estado dando una vuelta y me gusta.
–Gracias, después subimos y te enseño la planta de arriba.
–También la he visto.
–Pero no has contestado a mi pregunta.
–Cuando quieras -contestó ella, mientras daba un sorbo al Campari.
Raúl miró su reloj, eran las dos y diez. Bebió un trago de su cerveza y -le dijo: –Voy a la cocina para traer la comida.
–¿Te ayudo?
–No, no es necesario, no te molestes, ya está todo sobre la mesa, sólo queda servir. Ella también se levantó y se dirigió a su habitación.
A su vuelta ya estaba Raúl sentado en la mesa esperándola, ella portaba en su mano izquierda un portafolio transparente con cierre, en donde se intuía que llevaba el manuscrito.
Cuando la vio llegar, se levantó y le retiró la silla para que se sentara más cómodamente -agradeció el gesto con un movimiento de cabeza.
Una vez situados en la mesa, ella quiso ir al grano. –Hace un año me sugeriste que escribiera mis memorias, tal y como acordamos aquí traigo un manuscrito: escrito lo mejor que he podido, procurando sacar todos mis sentimientos, junto con mis vivencias e impresiones. Me ha costado mucho volver a recordar todos esos momentos amargos que tenía en el olvido.
Beti, cogió el vaso y lo elevó para brindar por el encuentro y el futuro superventas, Raúl correspondió el brindis y sonrió.
–Beti, sé lo que te ha costado escribir, bueno en realidad no, puesto que no he escrito ninguna biografía, y conociendo la vida tan difícil que has llevado, comprendo lo duro que es recordar esos momentos, esas angustias y ese sinvivir por tener que ocultar tus sentimientos ante una familia que no te comprendía, una sociedad cruel que te ha criticado sin conocerte y sin darte la oportunidad de demostrarle lo que vales.
Ella quiso cambiar de tema, no quería recordar su historia pasada. –Bueno, a mí este año no me ha ido mal, ¿y tú? Raúl, ¿has vuelto a encontrar el amor?
–A mí, con casi sesenta y ocho años, nadie me quiere. Desde el fallecimiento de María, llevo una vida de ermitaño entre mi piso de Barcelona y esta casa en Madrid, en donde paso mucho tiempo a lo largo del año.
–Pero eres joven, tienes un aspecto estupendo, ahora te echaría los tejos si no hubiese conocido a Alejandro -Ambos rieron.
 –A propósito, me lo tienes que presentar.
Beti sonrió, no quería demostrar que notaba un tanto raro a Alejandro. La relación de siete meses con el joven Alejandro Gutiérrez del Corral se estaba deteriorando, habían discutido. Él estaba en desacuerdo con que hiciera entrega de sus memorias y ella le reprochaba la falta de atención que le demostraba en estas últimas semanas. A su retorno, cenaría con él e intentarían solucionar sus diferencias.
Raúl dijo: –Creo que un rioja vendría bien…, si te apetece beber vino.
Ella decidió seguir con su Campari. En eso no estaban de acuerdo.
Descorchó la botella y se sirvió, aunque mantuvo las dos copas. Sabía que cuando terminara su bebida, querría acompañarlo con vino, también había traído una botella de agua.
–¿En qué estás ahora? -dijo ella.
–Como te dije por teléfono, estoy terminando una novela que trata de la mafia napolitana. No puedo desvelarte nada, trae mala suerte. Cuando se publique te mandaré un ejemplar.
Efectivamente, cuando acabó el Campari, le pidió a Raúl un poco de vino. Éste escanció de la botella en la copa extra.
Mientras, ella abrió el portafolios y sacó un sobre junto con el CD, que le entregó. Dentro contenía un tocho de hojas, eran cuatrocientas veinte páginas.
Raúl empezó a abrirlo, quería ojear su contenido. –Estoy deseando empezar a leer tus memorias. Lo que sé de ti, tiene que ser muy poco comparado con todo lo que te ha pasado.
–Cuando empieces a leer, podrás comprobarlo -se sonrió. Los episodios los he separado por periodos de años. Bueno, confío en que no te aburras con mi vida y no pienses que has hecho una tontería por una historia que nadie querrá leer.
–No te preocupes por eso, ya verás cómo hacemos algo para que sea interesante y todo el mundo quiera leerlo. ¿Tienes pensado algún nombre para el libro?
–No, eso lo dejo para ti.
–Sí, ya pensaremos en algún nombre que tenga gancho para el lector y que esté acorde con tus vivencias. Eso ya se verá más adelante, lo decidiremos juntos.
Eran casi las cinco de la tarde cuando terminaron y él ya tenía el manuscrito en su poder, la reunión estaba llegando a su fin.
Raúl no estaba cansado, pero le gustaba echarse un rato después de comer y tenía ganas de comprobar el valor literario del manuscrito. –Me voy a retirar a mi habitación a descansar un rato, después en el despacho ojearé lo que me has entregado.
–Yo, me quedaré en el jardín tomando el sol -y le pidió permiso para ponerse en topless.
–Estás en tu casa, nos encontráremos un poco más tarde, para la hora de cenar.

Raúl descansó hasta las seis y cuarto. Se levantó y desde el balcón, contempló la figura de Beti echada en la tumbona. Era la primera vez que admiraba su hermosa figura, sólo la cubría un pequeño tanga negro con encaje en los bordes, nunca habían coincidido en la playa. Pese a su edad, se notaba la firmeza de sus senos, el pubis lo tenía depilado, bajo su minúsculo tanga no sobresalía ningún vello. Se le antojó que sería muy interesante el manuscrito que tenía entre manos. Entró y se dirigió a su despacho para trabajar.
Beti tomó el sol hasta las siete y media de la tarde, cuando el astro ya no calentaba tanto, se levantó y fue a su habitación. Del maletín del portátil sacó la grabadora y las instrucciones, quería aprender a manejarla. Volvió al jardín con unos vaqueros y una camiseta. Tardó algo más de media hora en comprender el manejo básico de la grabadora, hizo una primera prueba y el resultado fue el esperado, se escuchaba con mucha nitidez.
Consideró que ya sabía lo suficiente para manejarla, la guardó en el bolsillo trasero del pantalón, apenas abultaba y no le molestaba. Volvió a la habitación, cogió su portátil y un paquete de cigarrillos. Mientras hacía tiempo hasta la hora de la cena, echaría un vistazo a su correo.
Raúl no bajó hasta las nueve de la noche. Se había pasado casi tres horas en su despacho y ahora tenía hambre. Beti estaba delante del televisor acabando de ver las noticias nacionales, no decían nada de interés, se cebaban en casos de violencia doméstica, atracos e incidentes similares, no más de cinco minutos para las noticias internacionales, el resto en los deportes y la meteorología.
Se le acercó a preguntar cómo había pasado la tarde, sin comentarle que la había observado desde su habitación.
–He tomado el sol hasta las siete y media, después he jugado con mi grabadora nueva y encendido el ordenador.
Ahora frente al televisor, escuchando unas noticias que no eran dignas de ser escuchadas.
Durante la cena, Beti preguntó: –¿Has empezado a leer el manuscrito?
–Estuve tentado de hacerlo, pero al final opté por continuar trabajando en mi libro, ya llevo un mes de retraso sobre el plazo de entrega y prefiero terminarlo antes de empezar con tus memorias.
–Estoy de acuerdo, lo mío puede esperar.
Cuando terminaron de cenar, él se retiró a su despacho, no estaría mucho tiempo. Normalmente, se levantaba sobre las siete para hacer jogging. Antes de acostarse, bajaría para desearle las buenas noches.
Beti se quedó viendo la televisión, había comenzado un programa de entretenimiento, estaba distraída con la emisión. No tenía sueño ni tampoco tenía que levantarse temprano al día siguiente, el programa terminaría cerca de las doce de la noche.
Poco antes de las once y media y desde la escalera, Raúl le dijo que se iba a acostar. Ella sin levantarse del sillón -le contestó, no quería perderse lo que estaba viendo.
Al término de la emisión, no tenía sueño, y quiso cambiar de aires. Hacía rato que Raúl se había acostado.

Antes de salir de la casa, sacó de su bolsillo el móvil, comprobó que se había quedado sin batería, lo dejó sobre la mesa. A su vuelta lo cargaría.
El sendero que iba hacia las dependencias de la mancomunidad no estaba bien iluminado, sólo había unos puntos de luz cada cincuenta metros a pie de carril, alternándose de izquierda a derecha. No le dio miedo tanta oscuridad.
Le costó encender el cigarrillo, el mechero se le apagó en varias ocasiones, había una ligera brisa que a veces le hacía sentir fresco, pero era tolerable.
A lo lejos se veían luces en el jardín de un vecino, estaría a unos trescientos metros de donde se encontraba y casi a un kilómetro de la casa de Raúl.
Siguió dando el paseo plácidamente. A medida que se iba acercando a los aledaños del chalé vecino, escuchaba voces que cada vez se hacían más fuertes. Aceleró el paso, se encontraba a unos cincuenta metros y en unos segundos estaría en el mismo muro.
Procuró no hacer ruido. El idioma que hablaban era irreconocible. Las voces provenían de dos personas, un hombre y una mujer.
El muro que formaba la arboleda del jardín le impedía visualizar lo que estaba pasando. Introdujo una mano entre las ramas del árbol que tenía delante, abriendo un hueco que le facilitó la perspectiva.
Una persona yacía inmóvil en el césped, sangrando abundantemente por el tórax. No era capaz desde esa posición de apreciar si aún respiraba. De pie, en el jardín se encontraban tres personas más.

Las dos que gritaban, estaban muy alteradas. La mujer sostenía una pistola en la mano izquierda, era de mediana edad, rondando los cuarenta, la luz le daba por la espalda, estaba en semioscuridad, no se le podía ver bien la cara, aunque sí lo suficiente para volver a reconocerla. Era delgada y alta.
El más alto de los dos hombres, con barba y pelo corto, un foco del jardín le alumbraba la cara. Llevaba gafas que se apoyaban en una nariz aguileña, iba bien vestido, de sport. Tendría unos cincuenta y tantos años. Se encontraba a unos tres metros de la mujer y tenía en su mano derecha una espada de esgrima. Aunque aparentaba estar más en calma, era el que más fuerte hablaba.
Al parecer había sido la espada el arma hiriente. No conocía al propietario de la casa, desconocía si era uno de los dos hombres que estaban de pie o el que se encontraba tumbado, o quizás, ninguno.
El tercer hombre no tendría más de treinta años, de músculos muy desarrollados, iba en camiseta de tirantes. Estaba situado a un metro del hombre alto y le daba la espalda al que estaba en el césped, Beti desde su posición no le veía la cara. El que parecía muerto tendría unos sesenta años y estaba metido en carnes. Nadie parecía estar interesado en él ni en su estado.
De repente el hombre levantó su espada, para amenazar o atacar a la mujer, y ésta anticipándose a la acción, apuntó con su pistola y al otro no le dio tiempo a nada.
Sonó un disparo que la cogió desprevenida, se sobresaltó y soltó un pequeño grito, pero lo suficiente alto, para que los que estaban en el jardín lo escucharan. El hombre, hincó las rodillas en el césped para luego seguir la inercia de la caída y derrumbarse completamente. En la trayectoria, la espada se quedó clavada en la tierra, balanceándose como si quisiera servir de apoyo a su portador.
El disparo había sido certero, la bala le había entrado por el ojo izquierdo a quemarropa y en su recorrido había atravesado los sesos. Por el hueso occipital se podría ver el orificio de salida. Su corazón siguió bombeando un minuto, pero su cerebro estaba clínicamente muerto -más que apreciar fue lo que intuyó, pues se encontraba en semioscuridad.
El joven musculoso se arrodilló ante el herido de muerte y comprobó que no se movía. Al mirar hacia donde estaba la mujer, ésta había desaparecido.
Beti, antes de buscar un sitio para esconderse, vio como la mujer salía corriendo apuntando en todas direcciones, desapareciendo de la escena. Habían escuchado su grito, era un testigo que deberían eliminar.
Amparándose en la escasez de luz, fue retrocediendo hacia la casa de Raúl y sin hacer ruido se escondió tras un árbol, parecía que alguien se acercaba. Se agachó y permaneció más de media hora sin moverse.
La mujer iba rastreando por todas partes, pero no dio con ella, aunque en dos ocasiones pasó muy cerca. Los matorrales bajos y el permanecer inmóvil, hicieron que no la descubriera.
Vio que desistía, lejos y fuera de su alcance, se levantó. Estar en cuclillas le había entumecido los huesos, notó la flojedad en sus piernas a causa de la postura. Pensó que debería volver a utilizar la cinta andadora para ponerse de nuevo en forma. A su edad tenía que empezar a cuidarse, ya no se podía abandonar.
Cuando llegó al chalé de Raúl, eran más de la una. Entró con sigilo y no encendió luz alguna, daba pasos torpes, no conocía la casa e iba a ciegas, tropezó varias veces con los muebles del salón, pero no hizo ruido, Raúl seguro que no se había enterado.
Sentada en el salón a oscuras, se fumaba el segundo cigarro que no había podido encender a causa del incidente.
Sentía la necesidad de contárselo a alguien. Había pasado miedo como en pocas ocasiones a lo largo de su vida y había sido testigo de, al menos, una muerte. Aunque por otro lado, no quería involucrarse. No podía inmiscuirse en este asunto, el viernes volvía a Málaga.
Mientras se fumaba otro cigarrillo, le daba muchas vueltas. No era la primera vez que presenciaba la muerte de un ser humano, de eso hacía más de treinta y cinco años, pero lo recordó como si hubiese ocurrido en ese momento. Definitivamente no quería verse involucrada, se lo dejaría a la policía.
Tenía que contarlo, no lo dudó, subió la escalera y se adentró en la habitación de Raúl que dormía plácidamente. Buscó el interruptor de la luz y se acercó a él. Hacía calor y no llevaba pijama, boca arriba, debía tener un bonito sueño, estaba teniendo una erección, pero Beti en esos momentos no se percató, no estaba para verlo como un hombre, sino como alguien a quien contarle lo que había vivido apenas hacia una hora.
–Raúl, despierta, despierta.
–Sí, dime cariño -él le respondió medio dormido.
–Despierta Raúl, tengo que contarte lo que he presenciado -ella lo zarandeó.
–¿No puedes esperar a mañana?
–No, te necesito ahora, es algo muy importante -respondió ella, zarandeándolo de nuevo.
Cuando por fin se despertó, se dio cuenta de la situación, sin gritar, pero un poco confuso le pidió a Beti que la esperase abajo, él bajaría en unos minutos, si era tan importante para entrar en su cuarto y despertarlo, al menos que preparase café.
Entró por primera vez en la cocina, era más alargada que ancha, con una puerta que daba a un office en el que se avistaba una mesa rectangular y dos sillas.
Le costó trabajo encontrar el café, la taza y la cucharilla, con los nervios no atinaba para hacer simplemente eso, café.
Finalmente, bajó Raúl enfundado en una chilaba y fue quien lo preparó. Se fueron al salón para estar más cómodos, él llevaba su bebida.
Beti estaba muy nerviosa, gesticulaba mucho con las manos y no paraba de moverse, mientras iba alzando la voz.
Estuvo contándole durante la siguiente hora, todo lo que había visto y oído. –Antes de acostarme he querido dar un paseo, caminando hasta la casa de uno de tus vecinos. He visto morir un hombre en el jardín.
–¡Cuéntame todo lo que has visto! ¿Por qué te has acercado hasta esa casa?
–Durante el paseo he escuchado voces y al acercarme para ver lo que sucedía, he visto un hombre tendido en el césped y dos personas discutiendo. Eran tres hombres y una mujer, él más alto de unos cincuenta y tantos años, con barba, hablaban en un idioma que parecía de los países del Este o quizás fuera ruso. Ha muerto de un disparo.
Raúl la escuchaba y no se lo podía creer, por la descripción del que había visto morir, era su vecino Yuri, ella no entendió nada de la conversación. El propietario de ese chalé era ruso, pero hablaba bien español.
Para serenarla preparó una infusión -le dijo que lo mejor era olvidarlo. A fin de cuentas ella sólo había sido un testigo mudo, nadie sabía que había estado allí.
Fue cuando le contó, que sabían que alguien había visto el crimen, porque al dar el grito, la mujer que disparó salió en su búsqueda.
A pesar de todo Raúl, para calmarla, insistió en que debería relajarse y quiso llamar a la policía, pero Beti se lo impidió, argumentando que no se quería ver involucrada.
–Mañana todo se verá con más claridad, y se actuará de la forma más correcta. Lo mejor, hacer la vida normal, para no levantar sospechas.
Sobre las dos y media de la mañana, Raúl decidió volver a la cama y en esta ocasión cerró la puerta.
Beti al desnudarse, se acordó del móvil, al notar un bulto en el bolsillo trasero del pantalón. Se había olvidado de la grabadora que había llevado consigo y estaba puesta en el modo que se activaba automáticamente con la voz. Y esa noche se habían escuchado muchas.

Antes de meterse en la cama, puso su móvil a cargar, y con la grabadora en la mano, se dispuso a escucharla. Tardó algo más de veinte minutos, retrocediendo y avanzando, hasta dar con lo que buscaba.
El sonido no era muy nítido, pero se escuchaba bien, para alguien que entendiera el idioma que hablaban.
Estuvo casi una hora oyendo la grabación. Esa noche apenas pudo dormir, se la pasó con la mente puesta en lo que había vivido.

A las siete y cuarto, Raúl estaba preparado para salir a correr. Como todas las mañanas, andaba a paso rápido unos cuatrocientos metros como calentamiento, antes de empezar a un ritmo más acelerado.
A lo lejos se divisaban varios vehículos de policía, que impedían el acceso tanto a pie como en coche a la propiedad de su vecino y cortaban la carretera que conducía a la salida de la urbanización. Pertenecían a la policía local y a la guardia civil. También se veían dos ambulancias.
Conforme se iba acercando un guardia civil lo paró. –Buenos días. ¿A dónde va?
–Estoy corriendo por la urbanización.
–Se identifica, por favor, ¿es Ud., vecino de la urbanización?
–Sí, vivo en uno de los chalés de arriba. ¿Qué ha sucedido? No llevo documentación encima he salido sólo a correr.
En las dependencias de la mancomunidad le habían facilitado un listado con los nombres de todos los vecinos y un plano con la ubicación exacta donde vivían.
–¿Podría Ud., facilitarme su nombre? Por favor.
–Sí, me llamo Raúl da Silva Hernández.
Aparecía tanto en el listado como en la ubicación del plano, era tal y donde le había indicado.
–Gracias, señor. ¿Ha escuchado Ud., algo raro esta noche?
–No, no me he enterado de nada. Anoche estaba muy cansado y dormí de un tirón, sin despertar en toda la noche.
–Creo que hoy no es el mejor día para que salga a correr, al menos por esta zona, hasta que quede despejada toda la calle.
–¿Pero es tan amable de decirme, lo que ha pasado?
–Lo lamento, no estoy autorizado a dar esa información. Buenos días y disculpe las molestias.
Raúl se dirigió hacia su casa, estuvo tentando de volverse y explicar todo lo que Beti le había contado de madrugada. Pero no lo hizo, ella no quería verse envuelta en esa situación.
En vez de entrar en la casa, subió por la colina. Había decidido correr en lo que era el perímetro de su propiedad, Beti seguiría dormida y no la despertaría, podía esperar para comentárselo.
Había dado seis vueltas cuando decidió dejar de correr, a la altura del portón, llevaría unos cinco kilómetros.
Beti no se había levantado. Se figuró que se debió de acostar más tarde que él.
Bajó después de su ducha y viendo que ella seguía en el dormitorio, desayunó y fue a su despacho. Eran las nueve y media y entre una cosa y otra, hoy se había retrasado, no había terminado el trabajo del día anterior.
Ella se levantó a las diez y media, parecía un zombi. Después de su primer café su apariencia cambió un poco, más espabilada.
Subió para hablar con Raúl, y se encontró con la puerta del despacho cerrada. Seguramente él estaba dentro, y no le quiso molestar.
En su ordenador, traspasó a un fichero la conversación de la grabadora. Quería escucharla con los auriculares para cerciorarse si era lo bastante nítida y aportarla como prueba en caso necesario de aclarar lo sucedido.
Mientras iba pasando la grabación, revivía el momento de la noche anterior. Se escuchaba mejor de lo que ella esperaba.
Al mediodía, Raúl localizó a Beti en el salón, la saludó. Estaba tan concentrada en lo que escuchaba que no se percató.
Llamó su atención, con un liviano roce en el hombro. Ella embebida en la audición, se sobresaltó.
–Raúl, ¡qué susto me acabas de dar!
–¿Cómo has pasado la noche? -preguntó él.
–Apenas he dormido -no quiso comentar nada sobre lo que estaba escuchando.
–¿Sabes lo que me ha pasado esta mañana cuando he salido a correr? Antes de llegar a la casa del vecino ruso, la carretera estaba cortada por vehículos de la policía y de la guardia civil y al menos he visto dos ambulancias.
–¿Cuál ha sido tu reacción?
–Como dije ayer, he disimulado, me ha parado un policía para hacerme varias preguntas. Aunque te confieso que he estado a punto de decir, que tú lo habías visto todo, pero por no implicarte, he desistido.
Ella se decidió a hablar, no podía callarlo, ni tenerlo oculto por más tiempo. –Tengo algo más que contarte en relación con lo de ayer.
–Beti… no me asustes. Mira, como veo que va a ser largo… ¿Qué te parece si voy a la cocina a buscar algo para comer y unas cervezas? Que es casi mediodía y estoy empezando a tener hambre.
Cuando Raúl volvió, Beti puso la grabación que duraba algo más veinte minutos. Cuando terminaron de escucharla, Beti dijo que no quería ni podía entrar en ese asunto, no quería verse inmersa en unos hechos de ese calibre.
Él insistía en que debía presentar esa prueba, aunque no fuese válida para un juicio, sí podría esclarecer muchos los hechos.
Al final quedaron en que lo haría, pero de una manera anónima.
Acordaron hacer una copia de la grabación en un CD-ROM y una carta escrita en el ordenador, enviando el sobre por correo.
–También lo podríamos hacer de otra manera. Tomamos la dirección de la comisaría y se manda desde Málaga por correo urgente -sugirió Raúl.
Mientras, encendía el televisor, quería saber si las noticias decían algo. Las muertes de al menos dos personas no podían pasar desapercibidas para la prensa.
Hacían mención del caso, como un ajuste de cuentas de la mafia rusa. Se había identificado al dueño de la casa como uno de los muertos por un disparo de bala del calibre treinta y ocho, al parecer tenía la cara destrozada. Había otro muerto, que la policía no decía o no sabía quién era.
–Lo que tienes grabado, Podría ser una prueba decisiva.
–Lo sé Raúl, pero no quiero sentirme atada a este caso, creo que lo mejor, como hemos dicho, sería hacérselo llegar a la policía de forma anónima. La duda es. ¿A quién se lo enviamos?
–Cómo se lo remitas a Alejandro, sabrá que eres tú y podrían localizarte.
–También lo he pensado, busquemos alguna dirección de la comisaría más próxima al pueblo, ellos sabrán hacerlo llegar.
–Puede perderse por el camino o no saben qué hacer con la grabación.
–En la nota pondré de qué se trata. ¿Y si lo llevas tú en mano? -sugirió ella.
–No, yo sí que no quiero figurar para nada en el tema, me estoy enterando por ti, no sabría nada, si tú no me lo hubieses contado.
–Ya pensaré la mejor manera para hacerla llegar sin que nos veamos implicados.
¿Tienes algún CD virgen? Quiero hacer dos copias, una para ti por si algo sale mal y otra para enviársela a la policía.
–Tengo una caja entera, enseguida te los traigo.
Ella, antes de iniciar la carta que iba a adjuntar, utilizó un programa de grabación e hizo dos copias con los CD que había dejado Raúl en un extremo de la mesa. Comprobó que el resultado era óptimo y abrió el programa Word para empezar con el texto.

Un vigilante de seguridad fue quien avisó de lo ocurrido. Por la mañana temprano haciendo su ronda, vio que había luz en el jardín y en la casa, se extrañó, a esa hora ya deberían estar apagadas. Se acercó al jardín y desde la verja vio a dos personas tendidas en el césped que parecían muertas.
El chalé estaba acordonado. Se había hecho cargo el comisario Morillo, era el jefe de la brigada de criminología de Madrid norte. Sobre las nueve y media había recogido el testigo, de la propia policía de El Berrueco, que no se podía hacer cargo de un caso de semejante envergadura.
El comisario-jefe Guillermo Morillo Carnero ordenó precintar todo el perímetro del chalé. Apostó un par de policías por el único sitio por donde se podría acceder a la propiedad, prohibiendo el acceso a cualquier persona ajena; vecinos curiosos que se acercaban por el morbo de saber lo que había sucedido y periodistas que a raíz de la difusión, venían en busca de la noticia.
Cuando Morillo se hizo cargo, los cadáveres ya habían sido levantados de orden del juez y llevados al depósito para la autopsia. Por suerte, la policía local de El Berrueco había hecho bien su trabajo junto con la guardia civil. Nadie había entrado, sin previo registro general de toda la zona, para que no se perdiera ninguna huella ni indicio que pudiera entorpecer el curso de la investigación.
Se había recogido un solo casquillo del calibre treinta y ocho, muy cerca del cadáver que tenía un orificio de entrada por el ojo y de salida por el cráneo, y encontraron la bala muy cerca del cadáver. El rocío de la mañana había propiciado una buena ayuda para hacer fotos del césped. Aún se notaban las pisadas y se podía discernir que al menos había cuatro personas involucradas en el caso, dos de las cuales habían fallecido. Habían peinado muy a conciencia todo el jardín en busca de algún rastro.
Guillermo Morillo, apodado “Palo Seco”, por lo severo que era con su personal y lo delgado que estaba; era un hombre de mediana edad, cincuenta y cinco años, no muy alto, rondaría el metro sesenta y ocho centímetros. Había traído su propio equipo de investigación, compuesto por dos hombres y una mujer, en los que se apoyaba, para seguir sus investigaciones.
Lo formaban la inspectora Eva Hernández, mano derecha de Guillermo, era la más veterana de los tres, de treinta y nueve años, casada y madre de dos hijas, recientemente divorciada después de veinte años de matrimonio con un hombre que nunca la había valorado como mujer.
José Antonio Mora, un joven de veinticinco años, recién salido de la academia, y al que Guillermo lo reclutó para su equipo a los dos meses de entrar en la comisaría. Había detectado unas condiciones en él, que quiso aprovechar. Su vida privada la mantenía muy separada de su trabajo. Y por último el inspector Henri Pavón apodado el francés, porque había nacido en el país galo, a pesar de llevar en España más de la mitad de su vida, a sus treinta y tres años todavía mantenía su acento extranjero.
Era un grupo homogéneo y muy bien avenido. Guillermo lo lideraba. Cuando ya estuvieron seguros de no poder encontrar nada más en el jardín, hicieron un receso para comer.

A la vuelta del descanso, Guillermo dividió el trabajo, consideró que Eva y él entrarían en la residencia del difunto Yuri Kuznetsov. Mientras tanto, Henri y José Antonio, cogerían la lista que había facilitado la mancomunidad, con los vecinos que vivían en la residencia y pasarían casa por casa, para saber si habían oído o visto algo de lo sucedido la noche anterior.

Serían las cinco de la tarde cuando Beti acabó con el texto. Quería que lo leyese Raúl antes de imprimirlo, cogió su portátil y llegó hasta la puerta del despacho donde estaba. –¿Se puede?
–Pasa. ¿Dime?
–Me gustaría que leyeses el texto para adjuntar con el CD, antes de enviarlo.
–Dame cinco minutos que termine una cosa que tengo entre manos y enseguida voy para el salón a leerlo. ¿Te parece?
–Mientras, me preparo un café, ¿quieres otro?
–Sí, por favor. Enseguida voy al salón.
Volvió al salón con el portátil, lo dejó sobre la mesa y se fue a la cocina.
Cuando volvió con los cafés, vio que Raúl estaba leyendo la nota que había escrito en el ordenador.
 
A quien corresponda:
Remito prueba que podría esclarecer los hechos en el caso de la muerte del ciudadano ruso el pasado día 10 de junio en el chalé de “El Berrueco” en Madrid.
Para ello, os adjunto CD con una grabación obtenida en el momento de los hechos, con la conversación original en su idioma.
Un ciudadano que quiere colaborar,

Cuando terminó de leerlo le parecía muy escueto, pero para ser un anónimo estaba bien. El fin era ayudar, no dar muchas explicaciones, ya tendría tiempo para identificarse.
–Me parece perfecto para el fin que se persigue. He pensado que otra opción de envío podría ser por e-mail.
–No, podrían encontrarme enseguida, rastreando mi IP me localizarían, aun creando un correo electrónico nuevo.
–Es verdad, no había caído en ese detalle. Se nota que estás muy puesta en temas de internet y las nuevas tecnologías.
–Me defiendo, mi primer ordenador lo compré en el año 1992, cuando en España todavía no existía internet. Aunque estas máquinas siempre me han dado miedo.
–¿Entonces tienes ya pensado cómo lo vas hacer para que les llegue?
–Raúl, tranquilo, encontraré la forma para que no sospechen nada, pero la haré llegar. Si te parece bien el texto, te tengo que pedir otro favor, quiero sacar el documento por la impresora.
–Si claro, mándamelo por e-mail y desde mi ordenador lo sacamos.
–¿Tienes unos guantes de látex?
–Supongo que sí. ¿Pero, para qué quieres guantes de látex?
–No quiero manipular, ni el papel ni el sobre, seguro que lo primero que harán, será buscar huellas para intentar identificar a la persona que ha mandado la prueba.
–Voy al botiquín, seguro que allí hay guantes y si no, en la cocina puede que haya unos guantes de goma.
–Sí, una vez que tenga los guantes, empezaré a actuar para no dejar rastro en el envío.
Mientras iba a buscarlos, envió el fichero al correo electrónico de Raúl.
Volvió con una caja de guantes desechables de látex. Beti cogió un par con sumo cuidado y se los colocó. Fue al baño y buscó un poco de algodón. Después le pidió a

Raúl que le indicara dónde estaban los productos de limpieza, quería un producto que no fuese agresivo, para limpiar el CD que había manipulado antes sin los guantes. Echó un poco de limpia-cristales en el algodón y lo pasó con mucha suavidad por el CD, después lo secó con un paño. Todo lo que iba usando lo depositaba en una bolsa para después tirarla, toda precaución era poca, además tampoco quería implicar a Raúl.
Él, observaba sin decir nada, tan sólo iba indicando donde estaban las cosas que ella le pedía.
Se dirigió al despacho preguntando dónde podía encontrar fundas para el CD, le indicó una caja, donde había fundas de papel. Con los guantes cogió una del medio que no debería estar manipulada por Raúl con anterioridad y lo guardó, metiéndolo todo en un plástico transparente de cocina para guardar alimentos con cierre hermético.
Justo cuando se iba a sentar para coger el papel e imprimir el texto, sonó el timbre de la puerta.
Beti guardó todo en un cajón y se quitó los guantes, quitó el fichero de la pantalla y puso el ordenador en hibernación, mientras Raúl se dirigía hacia la puerta.
Cuando abrió se encontró con un hombre tan alto como él, de unos treinta años, vestido con camisa a rayas horizontales que se combinaban celestes y amarillas, vaquero, y calzado con unas zapatillas de deporte. –Hola, buenas tardes, soy policía de la brigada de criminología de Madrid. Su acento francés, se prestaba a confusión, por eso lo primero que hacía, era enseñar su placa en la que podían leer: Henri Pavón, inspector de policía.
–Sí, en que puedo servirle.
–Hubo un incidente en la casa de su vecino ayer por la noche y quisiera saber si había escuchado algo.
–Como ya le he dicho esta mañana a su compañero, ni he visto ni oído nada la noche pasada.
Beti, desde el umbral de la puerta de la cocina escuchaba la conversación, se estaba poniendo nerviosa, dejó que Raúl hablase con el policía, sin dejarse ver, no quería intervenir.
–Supongo que él tomaría nota de mi declaración.
–¿Cuándo hizo Ud., esa declaración?
–Como todas las mañanas, me disponía a hacer footing y a la altura de la casa del vecino. Porque supongo que está aquí por lo sucedido en esa casa, ¿verdad?
–Sí, mi visita es por lo sucedido allí.
–Pues como le decía, me paró un guardia civil, me preguntó, mi nombre y dónde vivía. ¿Es cierta la información que han dado en las noticias?
–No he seguido las noticias hoy, pero aparte de eso, todavía no puedo decirle nada, lo lamento. La investigación sigue su curso.
–Pues no veo en que puedo ayudarle, como le he dicho no sé nada de lo sucedido. Si me entero de algo ya me pondré en contacto. ¿Me puede facilitar dirección o teléfono al que tendría que dirigirme?
De un bolsillo trasero del pantalón sacó la cartera y le entregó una tarjeta de visita, donde figuraba la dirección de la comisaría, el teléfono y su e-mail.
–Gracias, es Ud., muy amable, si no necesita nada más, le dejo, tengo que seguir trabajando.
–Disculpe, ya no le molesto más. Sólo una pregunta ¿Es Ud., Raúl da Silva, el escritor?
–Sí, sí soy yo, por eso le tengo que dejar, estoy trabajando ahora.
–Pues encantado y si se entera de algo, no dude en contactar con nosotros. Buenas tardes.

Cuando cerró la puerta, se dispuso a subir la escalera para ver como seguía Beti. Ella lo atajó desde la puerta de la cocina, había seguido toda la conversación. –Te ha reconocido y además has conseguido la dirección adonde dirigirnos.
–Sí. Aquí tienes la tarjeta, quédatela.
–No, mejor tú guardas la tarjeta. Es hora de seguir, ya queda poco.
Volvió a coger la caja de guantes, se puso un nuevo par, reinició el ordenador y abrió el fichero dispuesto para imprimir. Pero antes, en la impresora colocó hojas de un paquete que desenvolvió en ese momento, era papel que no tenía ninguna huella.
Por fin salió el texto, le pidió un sobre tamaño cuartilla, donde guardaría tanto el CD, como la nota. Escribió la dirección que había en la tarjeta de visita y lo dirigió al inspector Henri Pavón.
Sacó el CD y junto con el escrito, lo metió en el sobre, volvió a cerrar la bolsa, y dejó a un lado los guantes de látex. Con esto dio por concluida la operación de entrega.
Se dio por satisfecha con su trabajo y quería beber algo. Raúl iba a tirar lo que había utilizado que pudiera presentar huellas. Ella cuando lo vio, le pidió que no lo echara a la basura, se desharían de todo al día siguiente, en cualquier contenedor lejos de la casa y camino del aeropuerto.
Mientras se fumaba su duodécimo cigarrillo del día, Raúl llegó con las bebidas. –Sé que estoy fumando mucho, pero esta operación me ha puesto nerviosa.
–Yo también estoy nervioso. Me tengo que sosegar, en presencia del policía, pensé que no sería capaz de disimular.
–Tú no has hecho nada, sólo te has limitado a contar lo que en teoría debes saber.
–Sí, pero resulta que sé mucho más de lo que ellos hasta ahora saben.
El resto de la tarde, la pasaron relajados, escuchando las noticias por si decían algo nuevo sobre el caso. Apenas cenaron, ninguno de los dos tenía hambre. Cómo estaban cansados se acostaron muy pronto.

La mañana del viernes, cuando Beti se despertó, se quedó echada en la cama casi una hora hasta que se levantó. No había podido dormir, aunque sí había conseguido descansar, estaba más tranquila.
Desde hacía dos noches, las pesadillas que le atormentaban en sus sueños habían desaparecido, pero no lo había podido conciliar, con la visión de lo vivido la noche anterior y la muerte del vecino de Raúl. Se levantó cerca de las ocho y media. Se dirigió a la cocina para preparar el desayuno de los dos y mientras lo hacía escuchó la puerta, era Raúl que llegaba de su salida matutina, se fue directamente a su cuarto, para tomar una ducha y estar listo para desayunar, como hacía todas las mañanas.
Beti depositó los desayunos sobre una bandeja y la llevó a la mesa del jardín, era un día tan caluroso como el anterior.
Cuando bajó Raúl, entró en la cocina para preparar su desayuno y se percató de que ella estaba esperándolo en el porche, con todo preparado. –No te he visto al entrar, he ido directamente a mi cuarto y a ducharme.
–Sí, he escuchado la puerta, y después me he dado cuenta de que subiste.
–¿Cómo has dormido? -le preguntó él.
–Esta noche he podido descansar un poco mejor. ¿Y tú? -no mencionó en ningún momento, las pesadillas que tenía desde hacía tiempo.
–Yo sí he dormido, pero esta mañana cuando salí, he hecho otro recorrido, supongo que todavía no se habrán ido de la casa del vecino y no me he querido acercar.
–Has hecho bien, es muy probable que los policías no se hayan marchado, puede que esperen, por si vuelven. Muy probable que los asesinos me estén buscando, saben que fui testigo y los puedo identificar.
–¿A qué hora sale tu vuelo? -le preguntó Raúl cambiando de tema.
–No lo recuerdo, si quieres lo miro, pero alrededor de las tres y media o cuatro.
–No, no es necesario. Entonces, si salimos después de comer tienes tiempo más que suficiente.
–Claro si comemos a las doce -lo dijo, con una sonrisa.
–Pero es un vuelo nacional. No necesitas tanto tiempo.
–Sí, ahora con los últimos atentados, sí. Tienes que estar con suficiente tiempo y hacer cola para pasar por el escáner.
Beti se levantó y cuando volvió, confirmó el horario de su vuelo.
–Mi vuelo sale a las quince horas y cuarenta y cinco minutos, si salimos a la una, tenemos tiempo para dejar por el camino la bolsa. Aunque si lo prefieres, cojo un taxi y tú comes a tu hora habitual.
–No digas tonterías, yo te llevo y si acaso, almuerzo después a mi vuelta.
Cuando terminaron de desayunar, Beti recogió la mesa, mientras tanto Raúl, le dijo que se iba a su despacho, para trabajar un poco hasta la hora de su partida.
El desayuno se había prolongado hasta las diez de la mañana. Beti en el jardín, pensaba en la manera de hacer llegar el sobre.
Llegó a la conclusión que la mejor forma era desde el mismo aeropuerto, antes que saliera su vuelo, allí encontraría algunas dependencias de la policía.
Sobre las doce y media empezó a prepararse, se duchó y se vistió con el mismo traje que había llegado, tampoco se había traído otro y no creyó conveniente hacerlo en vaqueros y camiseta. Ese vestido era fresquito y le sentaba muy bien. Ya se cambiaría en Málaga para salir a cenar con Alejandro.
Subió la escalera y llamó a Raúl -le dijo que no le apetecía comer, que simplemente iba a tomar unas piezas de frutas.
–Yo, comeré algo a la vuelta del aeropuerto, ahora tampoco tengo hambre. Estaré listo antes de la una y media para salir.

Camino del aeropuerto en la carretera vieron a lo lejos un camión compactador de basura que volcaba en su interior los residuos sólidos domésticos de varios contenedores, cerca de la entrada de una urbanización, Beti le pidió que se parase, echaron directamente al camión la bolsa, de esa manera estaban seguros de que no se quedarían a la intemperie por algunas horas.
Era un día de mucho tránsito en el aeropuerto, no lo dejaron pasar con el vehículo. Se metió en el aparcamiento y se acercó lo máximo a la puerta de salida. Ella tuvo que andar unos quinientos metros, no le importó, apenas llevaba equipaje.
Se dirigió al mostrador para retirar la tarjeta de embarque, cuando la obtuvo, se sentó cerca de las dependencias oficiales.
Desde allí divisó en un lateral haciendo esquina y totalmente acristalado, un puesto de la policía nacional y a unos treinta metros otro de la guardia civil, miró a su alrededor, pero no vio ninguno de la policía local. Cualquiera de los dos sitios estaría bien para dejar la prueba, por su ubicación decidió que fuera en el buzón de la policía nacional, para hacer llegar su contenido al inspector Henri Pavón.
Se dirigió al aseo. Quería ponerse los guantes de látex, para manipular la prueba sin dejar huellas. Salió con los guantes puestos, una gorra con visera, que le había pedido a Raúl y el bolso un poco abierto para facilitar la salida del sobre.
Tiraba de su carrito donde había depositado la maleta y su portátil, sin descuidarse en ningún instante. Imaginaba que habría muchos buscavidas pendientes de un descuido para sustraer algo de valor.
Paseó muy lentamente. La adrenalina le subía por momentos y hacía sus pasos más lentos de lo que ella quisiera.
Cuando estaba cerca de la puerta, por la cristalera lateral miró con disimulo, vio dentro a tres policías y un joven al que parecía que interrogaban. Siguió andando hacia la puerta, tampoco había visto una cámara de seguridad cerca de la oficina, aunque la gorra la llevaba con la visera agachada, para evitar ser reconocida por si estaba vigilado por circuito cerrado de televisión. No iba despistada, vio como llegaba por el pasillo otro policía corriendo y con unas esposas en sus manos. Por suerte, no interrumpió el paso del policía y éste no reparó en ella.
Salió de esa área retrocediendo, pero vigilante, de pronto, los cuatros policías salieron. Llevaban al joven esposado que se resistía, cerraron la puerta con llave.
Beti, vio el campo libre, sacó el sobre del bolso y se dirigió de nuevo al puesto de la policía. Se detuvo delante del buzón, introdujo el sobre por la ranura. Nadie se percató y siguió caminando hasta alejarse lo suficiente.
Estaba segura de que todo había salido bien y a la espera del aviso para el embarque, intentó contactar con Raúl, esperaba que estuviera en casa, si iba conduciendo, no respondería.
Sonó cuatro veces y a la quinta contestó: –Hola Beti. ¿Cómo estás? ¿Algún problema en el aeropuerto?
–No, sólo llamo para comunicarte que ya he dejado el sobre en el buzón del puesto de la policía nacional del aeropuerto.
–¿Te ha visto alguien?
–Supongo que no. Los policías habían salido cuando lo he depositado. No sé si ya han abierto el buzón, pero quiero que estés atento a las noticias durante las próximas horas por si dicen algo en relación con la nueva pista.
–Realmente lo iba a hacer, aunque no lo hubieses dicho. Bueno dime, ¿te has puesto los guantes de látex?
–Sí claro, me los puse y cuando deposité el sobre, de la misma manera me los he quitado en el aseo, los voy a hacer desaparecer en algún vertedero que encuentre, entre el aeropuerto de Málaga y mi casa.
Se despidió deseándole buen viaje.

El vuelo de Beti, iba con retraso, unos cuarenta y cinco minutos, tuvo tiempo de ir al restaurante, pidió un sándwich y una cerveza.
Su vuelo aterrizó en Málaga a las cinco y media, retiró su automóvil del aparcamiento
y se fue directamente a casa.
Se deshizo de los guantes, a unos dos kilómetros pasados el aeropuerto.
Cuando llegó al garaje eran las seis y diez de la tarde, hora habitual en que Raquel sacaba de paseo a Igloo.
Vivía en el bajo de un edificio de tres plantas. Lo mejor que tenía, su apartamento de
tres dormitorios era el porche y el pequeño jardín. Su bloque daba a una calle ancha, la orientación noroeste, no era de la peor cara al verano, los edificios de enfrente no impedían que los rayos del sol inundasen de alegría su salón por la tarde. En invierno era un poco oscuro y frío.
Ubicado en el bonito pueblo de Arroyo de la Miel, antigua pedanía de Benalmádena, ahora era considerado como barriada independiente, otros decían que era un verdadero pueblo, compartiendo alcaldía. Sitio tranquilo en invierno y bullicioso en verano, como toda la Costa del Sol.
Lo compró, tras la venta de uno en la capital, Málaga. Se quiso alejar de allí, para olvidar su último amor. Hacía ya siete años.
Cuando Beti abrió la puerta, Igloo le hizo un gran recibimiento. El perro lo compraron entre ella y su compañera de piso, trágicamente fallecida. Aunque Beti siempre lo había considerado suyo.
Raquel, estaba en otra habitación planchando, Beti se acercó para saludarla. –¿Qué tal estos dos días?
–Bien, sin novedad. ¿Y tú viaje?
–Como esperaba -no quiso decir nada de lo acaecido. ¿Cómo está tu padre? ¿Ya le han dado el alta?
–No, sigue en el hospital todavía, pero esperamos que mañana pueda salir, el amago de infarto, no ha sido muy grave y aunque se recuperará lentamente. Hoy tengo un poco de prisa. Me toca pasar la noche con él. Como mañana es sábado, sólo vendré a sacar el perro sobre la una y media, y después sobre las seis de la tarde haré lo mismo.
–Vale, voy a la cocina. Quiero tomarme un café.
–Termino de planchar esta prenda y saco al perro un rato, antes de irme.
Beti esperaba la llamada de Alejandro para salir a cenar, no se había cambiado, seguía con el traje azul turquesa.
Sonó el teléfono, era Alejandro. –Hola cariño. ¿Has tenido un buen vuelo? ¿Qué tal el encuentro con Raúl?
–Hola guapo, ha sido un encuentro muy ameno.
–Te dije que no entregaras el manuscrito, que no tienes necesidad de airear tu vida. Bueno, cariño me va a ser imposible salir esta noche, tengo que terminar un trabajo y saldré muy tarde de la comisaría.
–Últimamente me tienes en olvido, otra noche más sola frente al televisor.
–Cariño, sabes que mi profesión es así, tú eres lo primero, pero hay veces que surgen imprevistos que no se pueden eludir. Te prometo que mañana te voy a recompensar.
–Vale, hasta mañana -colgó el auricular.
No eran ni una ni dos las veces que habían cancelado las citas, siempre la misma excusa, el trabajo.
Fue a su cuarto y se desnudó, colgó el traje en el vestidor. Se puso más cómoda, ya que no iba a salir.
Realmente estaba enfadada, otra vez lo mismo, no sabía qué pensar. Tenía mucha confianza en él, pero empezaba a tener celos de su trabajo.
Necesitaba un respiro, no podía seguir así. Quizás un viaje, una separación de unas semanas iría bien a su relación.
Beti apenas cenó, no tenía hambre después de la conversación con Alejandro. Sólo tomó una loncha de jamón de York.
En la televisión no había nada interesante ni de su agrado, decidió salir al porche y sentarse en la mecedora. Se llevó consigo un libro para relajarse un poco. Todavía le duraba el enfado, Igloo estaba echado a sus pies.
Pensó en Raúl y estuvo tentada en llamarlo, en los dos días que había pasado con él, apenas habían estado juntos, se había encerrado en su despacho casi todo el tiempo, ocupado en su último proyecto. Eran más de las diez de la noche, decidió no hacerlo, estaría centrado en su trabajo o acostado. Lo llamaría al día siguiente. Sólo sentía curiosidad por saber si había empezado a leer algo de su manuscrito. Si no había llamado, era porque no habría novedad en relación con los asesinatos.
Verdaderamente estaba furiosa con la actitud de Alejandro. Nunca había tenido una relación tan estrecha con un hombre, e ironías de la vida, era policía. En su juventud, ver un poli, implicaba tener que huir y correr o pasarse una noche en el calabozo.
Ahora su calabozo era su propia casa, no salía, porque el suyo tenía que trabajar. Volvió a pensar en un viaje, concretamente en Venecia, un buen lugar para olvidar un poco a Alejandro.
Continuó leyendo su libro. Una novela de intrigas policiacas, siempre le había apasionado ese tema.
El libro se le escapó de las manos, se caía de sueño. Si no hubiese sido por los ladridos de Igloo al caerse el libro, seguiría dormida en el porche.
Sin espabilarse del todo, recogió el libro del suelo y lo dejó sobre la mesa.
Era más de la una de la madrugada, entró en la casa para acostarse.

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